lunes, 9 de mayo de 2011

Los Perdido

Sentose a imaginar. Imagino un mundo perdido y no resuelto, en que el fin no estaba claro y los personajes eran re-sueltos. La narración no era fina y la trama era tan fina, tan delgada, que se translucía el desenlace, que ninguna implicancia tenía para el lector, ¿o veedor?.

El público asistente, tras una larga cátedra de adiestramiento para entender la obra, se acerco a la exhibición del texto cercado. Decían los especialistas que la formación de audiencia era tender un puente o prestar una escalera para saltar el cerco. Se saltaron ellos la sensación de todo el mundo allí, de que habían llegado tarde a la conversación entre ellos, el público, y los intelectualizados artistas.

¡Había que ser artista para entender! Pero sólo se requería ser persona. La confusión fue toral, quizás porque no habían personas en la fusión de público y artistas. - Total, decían los expertos de la política cultural, la cosa es que vengan, no que entiendan-.

Pero la cosa de los artistas era esa, sentir y sentir la confusión. Los artistas salieron sintiéndose incomprendidos; los espectadores honestos, un poco más ignorantes; los disfrazados y farsantes, estirando un poco más el cuello y escribiendo su propia historia en que salían gloriosos; y los políticos culturales, declarando el éxito del adiestramiento.

Éxito rotundo, todos sintieron lo que querían.

Más tarde, ese mismo día, la gente se sumió en alcohol, el mayor adiestrador que jamás será superado por político cultural alguno.

Los artistas ahogaron su incomprensión, el público, aun confundido, se dividió en el amplio espectro del fragmentado mercado de bares a comentar lo acontecido (y a ahogar la incomprensión o alimentar la ficción del relato glorioso) y los políticos  celebraron que todo salía según lo planeado, de lo cual lo único realmente planeado era la efectiva distancia en la altura atmosférica que le permitía dicho aparato y la realidad de lo sucedido.

Creo que al final de cuentas un grupo se volvió al mundo en que todos son rudos y salvajes posmodernos y que lloran con nostálgicas canciones románticas de los años cincuenta. En ese lugar es fácil confundir el miedo con la expectación y esperanza aventurera, el momento de unificación y lagrimas. Cuánta gloria acaramelada en la nostálgica sensación de un caos bien justificado intelectualmente.

Finalmente, aquel grupo, fue asaltado por tanto pandillero sentimentaloide y, aprovechándose de la situación, la duda carroñera devoró sus mentes. ¿No eran acaso todos esos pandilleros hijos de Nietzsche? Demoledores, corrosivos, genealógicos, arqueológicos, deconstructores del caos? ¿Qué pretenden con su acción anárquica, desvertebrando las palabras de sus significados con sendos martillos machacacráneos? Si la energía del universo tendía al caos, ¿No eran sino ellos catalizadores entrópicos, con fin de canalizar los caminos del desorden, no tienen sino por principio el desorden y por método la anarquía de la regresión psicoanalítica, la formula historiográfica? Como todo deconstructor, no puede demoler el martillo con que destruye el universo, no puede contra su propia religión profética con que avala su programa político, su ciencia. Sus martillos no demuelen, esculpen, son artistas. Expresan sus reprimidos impulsos de construcción de su ego frustrado, cuestionan lo que les fue negado por otros o por ellos mismos. Sólo se salvarán aquellos que lo hagan por insuficiencia, cuyos espíritus sean más grandes que el mundo que deconstruyen (esculpen) y su escultura sea más gloriosa que la roca en la que fue tallada. Lo demás sólo son berrinches de de niño estimulados por el grupo, grupo que aún yace en la vereda violado por palabras de falsa rebeldía.

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